Reflexiones de una madre
Dicen que los bebés llegan al mundo con un pan bajo el brazo, peo mejor deberían traer un manual de instrucciones acerca de como proceder.
Tratamos de hacer las cosas del mejor modo posible, pensando en su bienestar, dejándonos aconsejar por quienes suponemos tienen un saber mayor que el nuestro y aún así, parece que siempre lo hacemos todo mal. Este sentimiento nos acompañó a lo largo de los 15 primeros años de la vida de nuestro hijo. Nada de lo que hacíamos parecía funcionar.
Tan solo aquello que surgía de nuestra imaginación, de nuestra enajenación compartida y que nadie, salvo nosotros, entendía.
Pero pasaron los años y ya no nos podíamos refugiar en nuestra fantasía, en nuestros mil mundos creados de retazos de películas, de series animadas, de libros y de otras invenciones de nuestra propia firma. El niño se hacía mayor y nuestro deber era ubicarlo en la vida real, aunque fuera por la fuerza. Y nos dejamos arrancar todo lo que nos unía y conectaba con nuestro hijo para ser asépticamente ama y aita.
Y cuanto más nos esforzábamos peor iba todo. Cuanto más lo intentábamos, peor nos salía todo. Y el desaliento, el abatimiento, el cansancio empezaron a ganar la batalla. Nos alejaron de nuestro hijo y empezamos a pensar que tal vez las cosas eran así, sin más, ya lo habíamos intentado todo. Sería culpa del niño que no quería esforzarse. Porque nosotros habíamos seguido todas las pautas que nos daban.
Pero, en medio de todo este caos, encontramos otra manera de conectar. Un nuevo mundo de fantasía y, esta vez, también de terror, que nos arrastró por completo. Era un paisaje desolador, repleto de zombies y de peligros en el que sobrevivir se hacía muy muy complicado. Y una vez más nos permitimos volver a inventar, inventamos un refugio y un hacer que calmaba nuestra ansiedad, aplacaba nuestro dolor. Y lo hicimos en silencio, sin decir nada a nadie, porque los extraños suponían un peligro.
La diferencia fue que esta vez nuestro modo de hacer sí encontró comprensión, encontró su lógica y nos permitió deshacernos del sentimiento de culpa de ser los peores padres de la historia.
Diez años después me pregunto como pude dejar que otras personas influyeran de tal modo en mi relación con mi hijo y la respuesta es simple. Yo también soy una persona y necesito saber que lo que hago no está mal, y que hay diferentes modos de mirar un suceso. Y las personas que me aconsejaban no veían las cosas desde mi punto de vista.
Trataban de arreglar una situación que estaba mal, que a su parecer estaba rota, cuando en realidad no había nada roto, sino simplemente desenfocado.
Es por eso que como madres y padres debemos dejarnos guiar por nuestro instinto, y buscar ayuda profesional, pero sin dejar que pasen por encima de nuestro sentir.
No somos malos padres ni malas madres, tan solo tenemos hijos extraordinarios que nos llevan a jugar en otra liga: la liga de los padres y madres extraordinarios.